El problema de la homofobia y su tratamiento en la sociedad

Hace poco, en un acto de indiscutible homofobia, asesinaron a Samuel, un joven gay, al grito de "maricón de mierda".


Cuando suceden estas cosas, todo el mundo es bueno menos los asesinos. La sociedad nos conduce a ser así y no puede ser de otra forma. No hace falta decir que asistimos a un problema de convivencia, y estos problemas atentan contra el orden que nos garantiza un mayor bienestar.


Las soluciones para que esto no se repita se reproducen como setas en las barras de bar y platós de televisión, que vienen a ser lo mismo con distinto decorado.

El asesinato de Samuel no es un caso aislado. La homofobia en bloque no es el único bache en el camino. Otros problemas de distinta apariencia atentan contra la sociedad. Son incontables, pero como botón de muestra citaré un par de ellos (quien dice uno dice dos), como el machismo generalizado, la xenofobia, la incomprensible aporofobia en un mundo donde cada vez hay más pobres y esa tenaz tendencia a la explotación del prójimo, sea este humano, cordero, toro, cerdo, gallina o cualquier otro en situación de vulnerabilidad.

Si prestamos atención, prácticamente todos estos problemas tienen un nexo común: la misma raíz. Esta es la educación.

Grosso modo, no parece que pueda decirse que haya más o menos educación, sino que hay educaciones distintas.

Desde un punto de vista utilitarista, lo mejor sería que la educación apuntara hacia un comportamiento generalizado que se reflejara en el mayor bienestar posible. Tal como lo veo, hay dos factores que lo impiden: el egoísmo y la intolerancia.

El primero, llevado a su máxima expresión, se materializa en un hedonismo incondicional que evita la práctica de la empatía hacia el prójimo hasta límites dolientes. El disfrute del individuo se sitúa por encima de las necesidades ajenas, llegando al punto de no considerarlas si hay que aplastarlas para obtener el placer. Un claro ejemplo de ello lo vemos en la explotación. Si queremos un diamante, no nos detenemos a pensar qué libertades o derechos humanos se han tenido que violar para tenerlo. Si nos gusta el jamón, la vida del cerdo resulta irrelevante. A ojos de un egoísta extremo, el placer propio se sitúa por encima de necesidades mayores ajenas. Lo peor de esto, en la mayor parte de los casos, es que el egoísta ni siquiera sabe que lo es. No se detiene a pensarlo. No ha sido educado para ello.

La intolerancia, el otro factor, peor si cabe, está dispuesta a causar un perjuicio al prójimo incluso cuando no se obtiene beneficio alguno por ello. A diferencia del egoísmo, un estado natural del ser humano que se mantiene ante la ausencia de educación para corregirlo, la intolerancia es adquirida. No es la ausencia de educación sino todo lo contrario lo que la genera. Quiero aclarar que hablo de educación en su sentido más amplio, no solamente en su versión amable. No se nace creyendo en uno u otro Dios, ni odiando a tal o cual grupo de personas. El egoísmo puede ser innato, pero el odio se adquiere.

Suele decirse que la homosexualidad está presente de forma natural en el mundo animal, lo cual es cierto, y que la enfermedad, en realidad, es la homofobia. Aunque la frontera que los separa está parcialmente desdibujada, con todo creo que es más acertado situar la homofobia en el grupo de los trastornos que en el de las enfermedades.

Y a partir de ahí es desde donde podemos empezar a plantear una solución. El odio, la intolerancia a la diversidad, sobre todo cuando esta no presenta un perjuicio, resulta de una educación que la ha plantado en la mente de quien la padece. Cuando esta intolerancia desemboca en violencia, llegando incluso a provocar la muerte de inocentes, urge un replanteamiento de la educación.

Si no estuviera ya implantada en buena parte de las personas que ya existen, bastaría con evitar el contacto con el odio desde la formación en todas sus facetas, no solamente en la escuela sino en el día a día, incluyendo las relaciones interpersonales. Al existir y estar tan difundido, tal vez debería plantearse una educación de choque, que forme en la tolerancia y anime a un análisis sobre qué merece la pena ser odiado; pocas cosas quedarían en ese saco.

Paralelamente, cabría realizar un esfuerzo para que las nuevas mentes en formación no se empapen de ese odio.

En ambos casos, estas educaciones deberían plantearse de forma racional, utilitarista y de manera oficial.

Contrariamente, se presentan dos opciones. Una es no hacer nada y permitir que la intransigencia siga pasando de generación en generación. La otra es un plan de exterminio contra la intolerancia.
Ahora bien, el ser humano es un animal, el único, que en ausencia de excepciones incomprensibles (como el famoso "Muera la inteligencia, viva la muerte" de Millán Astray) presume de ser racional, más inteligente, y basa en esta inteligencia su autoproclamada superioridad.

El exterminio de la intolerancia de forma directa podría sembrar más semillas de intolerancia. Si por el contrario aceptamos la superioridad de la razón, la intolerancia terminará desapareciendo, en un proceso más lento, pero menos traumático, que el uso de la fuerza.

La fuerza, la historia lo muestra holgadamente, ofrece resultados a corto plazo, pero no soluciones definitivas. Siempre llega un momento en el que las heridas mal curadas vuelven a supurar. Lo que conquista la razón, sirva la ciencia de ejemplo, viene para quedarse, asentarse, y servir de cimiento para cosas aún mejores por venir.

Putamen

Con todo esto en mente, aunque el putamen cerebral en coordinación con la amígdala nos invite al linchamiento, esa misma reacción es la que ha provocado los actos de odio provinientes de quien queremos linchar. El putamen está ahí por algo, por lo que no parece conveniente someter a todo el mundo a su extirpación como si fuera el apéndice intestinal. Queda la educación, para la mayoría de la gente, y reservar la extirpación del putamen solamente para aquellos individuos cuya culpabilidad en delitos de odio haya quedado inequívocamente demostrada.